martes, 2 de febrero de 2010

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La hierofanía es la manifestación de lo sagrado
El yeso blanco y frío del techo, lejano como un sueño que presentimos pero no llegamos a recordar. El pecho contra el piso. El cuerpo seco como una fuente vacía. Los dedos firmes de la angustia tratando de arrancar el último vestigio de sentido que me une con la carne del mundo. Haberlo perdido todo y no me importa, solo me importa la médula. Me aferro a la médula como las plantas a la tierra del mundo. Miro el techo y busco algún rastro de mí antes de la hierofanía. Trato de reencontrarme con lo que era, reconstruir el muro de principios y conclusiones que había conseguido alzar a lo largo de mis años de estar vivo y que se desmorona en un momento. La hierofanía dura tan solo un instante, un instante profundo y ancho como un cielo de verano. Inmóvil permanezco en el piso. No pienso en el cuerpo, intento volver a él. A un cuerpo tirado en el piso frío del comedor de un departamento cuarto piso edificio barrio remoto ciudad de la periferia mundo perdido entre otros mundos. Ese cuerpo y ese mundo son míos. Volver a ser padre de las monedas. Pero mis monedas ya no sirven, cambiaron su significado y por consecuencia su valor. Busco un punto de calor que me devuelva la emoción de lo vital.

¿Pero qué fue lo que reveló la hierofanía?

Un punto. Un instante. Un inicio. Como el célebre trapecista que en su gran acto tropieza y cae rendido hacia el vacío pero de pronto lo sorprende una red invisible que lo atrapa y lo acuna suspendido en el aire me sumerjo en la delicia de la vida lisa y llana como un cielo de verano

en el cielo permanente y retorno

al cuerpo

yeso

blanco

casa
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